viernes, 28 de febrero de 2014

Salida de Rosario hacia Montevideo

Salida de Rosario de los Tenientes Gerardo Valotta y Alberto Encina
Por el Teniente de Fragata Alberto Encina

Encontrándose las fuerzas revolucionarias acampadas en Alberdi en la noche del 30 de septiembre en número de 3.000 hombres y esperando las fuerzas del gobierno para librarles combate, serían las 12 de la noche, cuando el Jefe de las fuerzas Mayor Guerrero fue llamado por teléfono, recibiendo órdenes de la Junta Revolucionaria para que procediera al licenciamiento de los revolucionarios pues juzgaban que la resistencia en la desigualdad de condiciones llenaría más de luto a la infortunada provincia de Santa Fe, digna de mejor suerte, y se perderían cientos de vidas en lucha fraticida sin obtener el resultado, que se pensó, desde el momento que todos creían era un gran movimiento nacional, y no parcial, como desgraciadamente teníamos la oportunidad de observar, por cuanto ni la Escuadra se había sublevado, ni mucho menos el ejército.
Estas triste realidades acabaron con la vuelta del Mayor Guerrero y el doctor Lisandro de la Torre que le acompañaba en un tilbury y el señor Antonio Parjeas con el que suscribe, que venían a caballo.
Llegados a la ciudad recibimos la confirmación de estas noticias, en la casa del doctor Paganini, donde se alojaba la Junta Revolucionaria.
Allí me encontré con Valotta, diciéndome estas textuales palabras: Hermano, el movimiento ha fracasado y no hay más remedio que ocultarnos. Pocos momentos después ambos (2 a.m. del 1º de octubre) éramos acompañados por el doctor Lisandro de la Torre, por las calles tristes y silenciosas del Rosario. Nos llevaba a esconder a una casa de la calle Aduana núm. 86, donde de antemano se nos había preparado alojamiento.
En este escondite permanecimos por espacio de quince días, donde fuimos perfectamente atendidos por la señora dueña de casa, M. Garimond (a los dos días de nuestro encierro entraban las fuerzas del gobierno y se posesionaban de la ciudad).
Cansados de esperar un momento favorable para la evasión se nos presentó la oportunidad de hacerlo por intermedio del distinguido y generoso joven José Aldao, amigo de Valotta de muchos años atrás.
Aldao con todo el sigilo necesario tuvo una entrevista con Valotta, una noche (8 p.m. del 15 de octubre) y se estudió un plan de salida, el que efectuamos pocos días después con toda felicidad.
El plan consistía en salir disfrazados hasta un paraje, donde habría un peón con caballos listos para llevarnos a una estancia distante 10 leguas de la ciudad.
Una vez llegados allí tomaríamos nuevos caballos y con un baqueano cruzaríamos la provincia de Santa Fe, hasta llegar a la estancia de un señor Iriarte que se encuentra en la provincia de Córdoba, limítrofe con la de Santa Fe.
De ahí se dirigió a la estación "Las Flores" para tomar el Ferrocarril de las Colonias y marchar a Villa Constitución, unas diez leguas al sur del Rosario, donde esperaría una embarcación, en la barranca de una caleta que hay a dos leguas de ese punto.
Esta embarcación es la que nos llevaría a la costa Oriental.
Aprobada esta resolución el 16 de octubre a la noche el joven Rolla, vino con un coche a sacar a Valotta, el que atravesó la ciudad con toda felicidad hasta un corralón que había en un Boulevard, donde encontró al joven Aldao con un peón y dos caballos; montó en uno de ellos y acompañado por el peón, galoparon esa noche hacia la estancia de un señor Fuentes, donde llegaron tres horas después.
Ahí me esperó, pues lo que Rolla había hecho con Valotta, Aldao lo hizo conmigo a la noche siguiente (encontré los caballos y el peón en el mismo Boulevard y emprendí la marcha hacia la estancia).
Reunido con Valotta y en compañía de los señores Brown Arnauld y Villarino, el 18 por la tarde dejábamos la estancia saliendo en dirección a un puesto, donde se nos facilitó un baqueano que debía guiarnos a la estancia de Iriarte.
A las 8 p.m. de ese día, después de despedirnos de Brown Arnauld y Villarino, emprendimos la cruzada teniendo que detenernos a la una de la mañana en casa de unos colonos italianos, quienes después de muchas resistencias nos permitieron hospedaje indicándonos la cocina, paraje bastante reducido lleno de gallinas y perros, donde estos últimos nos demostraron su descontento al hacerlos desalojar.
A la salida del sol del 19 recién conocimos nuestros galantes y hospitalarios colonos, quienes al vernos caras de cristianos nos hicieron desayunar con una enorme taza de té de yerba, y una rebanada de pan elaborado por ellos mismos, que nos repuso en parte de las fuerzas perdidas.
Acto continuo nos pusimos en marcha, orillando las colonias y llegando a un almacén, donde pudimos alquilar un vehículo por encontrase algo enfermo Valotta.
Ese coche lo pudimos conseguir únicamente para hacer cuatro leguas, teniendo que proseguir nuestro camino a caballo.
Todo ese día galopamos hasta llegar a un pueblito llamado Cruz-Alta que se encuentra en los límites de la provincia de Santa Fe con Córdoba.
En este punto tomábamos un refrigerio y alquilábamos otro coche (ya no nos quedaban más que ocho leguas de camino).
Llegamos a la estancia de Iriarte a las 7 p.m., en donde encontramos a nuestros correligionarios y amigos Mayor Vigo y el Joven Aldao, el 1º que se encontraba allí hacía varios días y el 2º que por tren había llegado el día anterior. Inútil es decir la alegría que experimentamos al encontrarnos con tan buenos amigos y además con las generosas demostraciones de los dueños de casa que nos colmaron de atenciones.
En esta casa pasamos ratos amenos, pues las señoras que allí habitaban no sabían qué más hacer para que estuviéramos más a gusto.
Por la noche descansamos de todas nuestras fatigas y al día siguiente (20 de octubre) como supiéramos que habían rondado la casa por la noche dos individuos a caballo, resolvimos trasladarnos a un puesto de la estancia distante unas seis leguas, para estar a la expectativa de lo que pudiera suceder.
De antemano dejamos un chasque de guardia en la estancia, con orden de avisarnos cualquier novedad..
Para trasladarnos al puesto, Iriarte nos facilitó un breck, en el que pusimos nuestros recados y mantas. Emprendimos nuestra peregrinación, llegando a las 10 p.m. al puesto, que consistía en una casucha hecha de adobes, y no tendría más de dos metros de ancho, por cuatro de largo y dos de alto. Los peones tuvieron esa noche que dormir en la cocina, pues en nuestro alojamiento únicamente cabíamos los cuatro, sirviéndonos de cama unos catres de cuero cuya blandura sería digna de recomendarse a los que padecen del cerebro.
El día 21 se nos presentó el chasque a decirnos que no había ocurrido ninguna novedad en la estancia durante la noche.
Por la tarde de ese día nos despedimos de los paisanos cordobeses, después de haber visto amansar unos cuantos potros, y oírles relatar unas cuantas anécdotas del tiempo de Sandez.
Anduvimos toda la noche y en la madrugada del 22 nos encontramos en las inmediaciones de las estación "Las Flores".
Acampamos, es decir, les dimos un descanso a los caballos, el paisano nos cebó unos cuantos mates, único desayuno por esas alturas. Aldao fue a la estación, averiguó la hora a que llegaría el tren de "La Carlota" y nos tomó los pasajes.
Este llegó a las 8 p.m. y nosotros ocupamos nuestros puestos hasta las cinco de la tarde en que bajábamos en una estación cerca de Villa Constitución. Ahí nos esperaba el valiente Villarino con una tropilla de alazanes (como nosotros traíamos nuestros recados, ensillamos cada uno el suyo y emprendimos la marcha hacia la costa del río Paraná. A mitad del camino deberíamos encontrar al joven Piñeyro, dueño de la embarcación preparada de antemano. ¿Cuál fue nuestra decepción al ver que este joven no aparecía en el trayecto?
Al oscurecer, Aldao y Villarino fueron a reconocer la costa y averiguar en qué punto se encontraba la lancha.
Mientras éstos expedicionaban arranchábamos en el patio de un almacén de unos catalanes, y lo mismo que los colonos nos dijeron que no nos podían alojar por no tener dónde hacerlo. Hicimos una frugal comida al resplandor de la luna y de las estrellas, y con nuestros recados por cama, esperamos tranquilamente el regreso de Aldao y Villarino.
Estos llegaron alas 11 p.m. dándonos la agradable noticia de que la embarcación estaba en el punto convenido y que no había más que dirigirse a ella.
Después de ensillar, tomábamos el rumbo designado. Serían las 12 p.m. cuando atravesábamos el pueblito "Villa Constitución".
En este punto nos detuvo la policía, tomándonos por matreros.
Los policianos eran en número de cuatro, armados de carabina y un Teniente, entablándose el siguiente diálogo entre éste y el que estas líneas escribe, que marchaba a vanguardia:
T—¿Qué andan matrereando? Ya los he visto pasar y ahora van a marchar para la comisaría.
E—Yo soy peón de la estancia de Villarino, y el patrón viene más trás (haciendo alusión al joven Villarino).
A los pocos instantes llegan mis acompañantes que habían quedado un poco atrás, y el Teniente dirigiéndose al bulto dice: ¿Quién es el que manda esta gente?
A esta pregunta avanza Villarino y dice que es él, y que va de paso para San Nicolás a comprar hacienda. Entonces, replica el Teniente: Tiene que marchar conmigo, allá dará las explicaciones que quiera. Tuvieron un momento de discusión, resolviéndose Villarino marchar con el Teniente, mientras éste daba la orden a los milicos de vigilarnos.
El primer impulso nuestro fue el de hacer resistencia a estos individuos, pero reflexionando, veíamos que la empresa se comprometía, pues aseguró Aldao que todo saldría bien.
A poco rato regresó el Teniente y nos dio la orden de seguirlo, lo que hicimos sin oponer resistencia.
En presencia del sub-comisario, nos despojaron de las armas y de los ponchos, y empezó el interrogatorio por el mayor Vigo; el que dio un nombre supuesto. Aldao preguntó por el comisario y pidió hablar con él; se le contestó que estaba acostado, pero que pasara a la pieza inmediata.
En presencia del comisario ¿cuál no fue su alegría al saber que había sido su condiscípulo, y por consiguiente una antigua relación? De la conferencia resultó nuestra libertad.
Entonces Aldao explicó a Cepeda que extrañaba le hubieran confundido los peones con matreros, contestando éste último que como el Teniente era nuevo en el oficio, únicamente un error, podía haberle hecho cometer semejante disparate, y ordenó se nos pusiera inmediatamente en libertad.
Antes de esto nosotros ya ocupábamos departamento de la comisaría. El Mayor Vigo tenía un centinela de vista en el patio de la cárcel, al Capitán Valotta lo habían encerrado en la cocina, y el que suscribe un calabozo lleno de criminales, suscitándose el siguiente diálogo:
Matrero C—¿Qué ha hecho compañero, que me lo han arriado para acá? ¡Pucha que anda fuerte la policía, hoy han prendido a unos cuantos!
E—¿Qué de haber hecho? Nada, ahora nomás me han de poner en libertad.
No había concluido de decir esto cuando oí el rechinar de la puerta, y el cabo o el sargento, no sé a punto fijo lo que era, me dijo: Puede salir nomás, amigo, ahí están sus compañeros hablando en la oficina.
Salí del encierro y me encontré en el despacho del comisario, a Aldao, Vigo y Valotta que conversaban amistosamente con él.
Cuando nos entregaban las armas y los ponchos, Aldao me dijo en voz baja que estábamos libres.
Volvimos a resucitar, pues no nos cabía duda de que si hubieran sabido quiénes éramos, seguramente el General Campos, sin tener el gusto de conocernos personalmente, no nos hubiera perdonado, porque según los rumores la orden que había era la de fusilarnos sobre el tambor en cualquier parte que se nos encontrara.
El comisario nos facilitó un soldado para que nos señalara el camino que va a San Nicolás. Al mismo tiempo Aldao lo invitó a almorzar al día siguiente en ese punto para despistar cualquier sospecha.
A las cuantas cuadras despedíamos al soldado con una propina y en vez de tomar el camino indicado, saltando alambrados y cruzando trigales, pudimos llegar a las costa y no tardamos en vislumbrar una lucecita izada al tope del palo de nuestra embarcación.
A bordo ya y despedidos de Villarino y el baqueano a los cuales agradecimos sus valiosos servicios, zafamos las amarras y un viento favorable muy pronto nos hizo ver en lontananza a Villa Constitución.
Parecía que la suerte nos favorecía, el viento no cesó en toda la noche y la embarcación navegaba a una regular velocidad. Al día siguiente, 23 de octubre, serían las 10 p.m., ya teníamos por estribor a San Pedro. Siguió la navegación todo ese día sin novedad con viento fresco. A la puesta del sol no encontrábamos en el Paraná de las Palmas, envolviéndonos una niebla, que no nos abandonó en toda la noche.
Empezaron las bordejeadas encontrando en ese trayecto infinidad de buques a vapor y a vela, poniéndonos en guardia un buque que navegaba a nuestro costado y en la misma dirección, el que aprovechando los claros que dejaba la niebla avanzaba, y fondeaba, cuando ésta se hacía sumamente densa. Y para colmo su construcción era idéntica a la del "Azopardo". Lo primero que supusimos fue, que este buque seguía el nuestro camino para cerciorarse si nuestra intención era pasar a la costa oriental.
Todo esto fue disipado al venir la madrugada; el vapor levó anclas y siguió su camino aguas abajo, nosotros libres ya de nuestro incómodo acompañante navegábamos libremente por el río Paraná.
A las 10 a.m. del 24 enfrentábamos la embocadura de un riacho que se llama Bravo. Por este riacho navegamos por espacio de cinco horas, encontrándonos a las 3 p.m. en pleno río Uruguay, y ya podíamos ver a simple vista a Palmira que se destacaba con toda nitidez sobre la costa oriental.
A las 4 p.m. una chalana nos condujo a tierra y pocos momentos después entrábamos al pueblo a donde tuvimos la oportunidad de conocer al Mayor Carámbula, comisario de ese punto y al Capitán del Puerto, quienes nos trataron amablemente.
Inmediatamente empezaron nuestras investigaciones, para saber cuál sería el mejor medio de llegar al Carmelo. Hubo una pequeña deliberación y optamos por trasladarnos por agua.
Al día siguiente (25 de octubre) serían las 8 a.m. y ya una balandra aparejada nos esperaba en el muelle. Embarcamos y a las 3 p.m. atracábamos en Carmelo. A las 6 p.m. salíamos en una diligencia con tres caballos en dirección al "Rosario Oriental", llegando a este pueblo a las 3 p.m. del día 26. En este punto nos esperaba otra diligencia con la que salimos a las cinco de la tarde, llegando a San José a las once de la noche, alojándonos en el hotel. Al día siguiente, el 27 a las 7 a.m., tomábamos el tren que debía conducirnos a Montevideo.
Llegamos a esta ciudad a las 11 de la mañana, yendo al Hotel de París, donde se encontraban nuestros amigos y compañeros de emigración, Mayor Guerrero, Alférez de Navío Ibarra, Alférez de Fragata Borges.

Y aquí termina nuestra odisea política que felizmente no ha tenido mayores consecuencias.

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