Salida
de Rosario de los Tenientes Gerardo Valotta y Alberto Encina
Por el Teniente de Fragata Alberto Encina
Encontrándose las
fuerzas revolucionarias acampadas en Alberdi en la noche del 30 de septiembre
en número de 3.000 hombres y esperando las fuerzas del gobierno para librarles
combate, serían las 12 de la noche, cuando el Jefe de las fuerzas Mayor
Guerrero fue llamado por teléfono, recibiendo órdenes de la Junta
Revolucionaria para que procediera al licenciamiento de los revolucionarios
pues juzgaban que la resistencia en la desigualdad de condiciones llenaría más
de luto a la infortunada provincia de Santa Fe, digna de mejor suerte, y se
perderían cientos de vidas en lucha fraticida sin obtener el resultado, que se
pensó, desde el momento que todos creían era un gran movimiento nacional, y no
parcial, como desgraciadamente teníamos la oportunidad de observar, por cuanto
ni la Escuadra se había sublevado, ni mucho menos el ejército.
Estas triste
realidades acabaron con la vuelta del Mayor Guerrero y el doctor Lisandro de la
Torre que le acompañaba en un tilbury y el señor Antonio Parjeas con el que
suscribe, que venían a caballo.
Llegados a la
ciudad recibimos la confirmación de estas noticias, en la casa del doctor
Paganini, donde se alojaba la Junta Revolucionaria.
Allí me encontré
con Valotta, diciéndome estas textuales palabras: Hermano, el movimiento ha
fracasado y no hay más remedio que ocultarnos. Pocos momentos después ambos
(2 a.m. del 1º de octubre) éramos acompañados por el doctor Lisandro de la
Torre, por las calles tristes y silenciosas del Rosario. Nos llevaba a esconder
a una casa de la calle Aduana núm. 86, donde de antemano se nos había preparado
alojamiento.
En este escondite
permanecimos por espacio de quince días, donde fuimos perfectamente atendidos
por la señora dueña de casa, M. Garimond (a los dos días de nuestro encierro
entraban las fuerzas del gobierno y se posesionaban de la ciudad).
Cansados de
esperar un momento favorable para la evasión se nos presentó la oportunidad de
hacerlo por intermedio del distinguido y generoso joven José Aldao, amigo de
Valotta de muchos años atrás.
Aldao con todo el
sigilo necesario tuvo una entrevista con Valotta, una noche (8 p.m. del 15 de
octubre) y se estudió un plan de salida, el que efectuamos pocos días después
con toda felicidad.
El plan consistía
en salir disfrazados hasta un paraje, donde habría un peón con caballos listos
para llevarnos a una estancia distante 10 leguas de la ciudad.
Una vez llegados
allí tomaríamos nuevos caballos y con un baqueano cruzaríamos la provincia de
Santa Fe, hasta llegar a la estancia de un señor Iriarte que se encuentra en la
provincia de Córdoba, limítrofe con la de Santa Fe.
De ahí se dirigió
a la estación "Las Flores" para tomar el Ferrocarril de las Colonias
y marchar a Villa Constitución, unas diez leguas al sur del Rosario, donde
esperaría una embarcación, en la barranca de una caleta que hay a dos leguas de
ese punto.
Esta embarcación
es la que nos llevaría a la costa Oriental.
Aprobada esta
resolución el 16 de octubre a la noche el joven Rolla, vino con un coche a
sacar a Valotta, el que atravesó la ciudad con toda felicidad hasta un corralón
que había en un Boulevard, donde encontró al joven Aldao con un peón y dos
caballos; montó en uno de ellos y acompañado por el peón, galoparon esa noche
hacia la estancia de un señor Fuentes, donde llegaron tres horas después.
Ahí me esperó,
pues lo que Rolla había hecho con Valotta, Aldao lo hizo conmigo a la noche
siguiente (encontré los caballos y el peón en el mismo Boulevard y emprendí la
marcha hacia la estancia).
Reunido con
Valotta y en compañía de los señores Brown Arnauld y Villarino, el 18 por la
tarde dejábamos la estancia saliendo en dirección a un puesto, donde se nos
facilitó un baqueano que debía guiarnos a la estancia de Iriarte.
A las 8 p.m. de
ese día, después de despedirnos de Brown Arnauld y Villarino, emprendimos la
cruzada teniendo que detenernos a la una de la mañana en casa de unos colonos
italianos, quienes después de muchas resistencias nos permitieron hospedaje
indicándonos la cocina, paraje bastante reducido lleno de gallinas y perros,
donde estos últimos nos demostraron su descontento al hacerlos desalojar.
A la salida del
sol del 19 recién conocimos nuestros galantes y hospitalarios
colonos, quienes al vernos caras de cristianos nos hicieron desayunar con una
enorme taza de té de yerba, y una rebanada de pan elaborado por ellos mismos,
que nos repuso en parte de las fuerzas perdidas.
Acto continuo nos
pusimos en marcha, orillando las colonias y llegando a un almacén, donde
pudimos alquilar un vehículo por encontrase algo enfermo Valotta.
Ese coche lo
pudimos conseguir únicamente para hacer cuatro leguas, teniendo que proseguir
nuestro camino a caballo.
Todo ese día
galopamos hasta llegar a un pueblito llamado Cruz-Alta que se encuentra en los
límites de la provincia de Santa Fe con Córdoba.
En este punto
tomábamos un refrigerio y alquilábamos otro coche (ya no nos quedaban más que
ocho leguas de camino).
Llegamos a la
estancia de Iriarte a las 7 p.m., en donde encontramos a nuestros
correligionarios y amigos Mayor Vigo y el Joven Aldao, el 1º que se encontraba
allí hacía varios días y el 2º que por tren había llegado el día anterior.
Inútil es decir la alegría que experimentamos al encontrarnos con tan buenos
amigos y además con las generosas demostraciones de los dueños de casa que nos
colmaron de atenciones.
En esta casa
pasamos ratos amenos, pues las señoras que allí habitaban no sabían qué más
hacer para que estuviéramos más a gusto.
Por la noche
descansamos de todas nuestras fatigas y al día siguiente (20 de octubre) como
supiéramos que habían rondado la casa por la noche dos individuos a caballo,
resolvimos trasladarnos a un puesto de la estancia distante unas seis leguas,
para estar a la expectativa de lo que pudiera suceder.
De antemano
dejamos un chasque de guardia en la estancia, con orden de avisarnos cualquier
novedad..
Para trasladarnos
al puesto, Iriarte nos facilitó un breck, en el que pusimos nuestros recados y
mantas. Emprendimos nuestra peregrinación, llegando a las 10 p.m. al puesto,
que consistía en una casucha hecha de adobes, y no tendría más de dos metros de
ancho, por cuatro de largo y dos de alto. Los peones tuvieron esa noche que
dormir en la cocina, pues en nuestro alojamiento únicamente cabíamos los
cuatro, sirviéndonos de cama unos catres de cuero cuya blandura sería digna de
recomendarse a los que padecen del cerebro.
El día 21 se nos
presentó el chasque a decirnos que no había ocurrido ninguna novedad en la
estancia durante la noche.
Por la tarde de
ese día nos despedimos de los paisanos cordobeses, después de haber visto
amansar unos cuantos potros, y oírles relatar unas cuantas anécdotas del tiempo
de Sandez.
Anduvimos toda la
noche y en la madrugada del 22 nos encontramos en las inmediaciones de las
estación "Las Flores".
Acampamos, es
decir, les dimos un descanso a los caballos, el paisano nos cebó unos cuantos
mates, único desayuno por esas alturas. Aldao fue a la estación, averiguó la
hora a que llegaría el tren de "La Carlota" y nos tomó los pasajes.
Este llegó a las 8
p.m. y nosotros ocupamos nuestros puestos hasta las cinco de la tarde en que
bajábamos en una estación cerca de Villa Constitución. Ahí nos esperaba el
valiente Villarino con una tropilla de alazanes (como nosotros traíamos
nuestros recados, ensillamos cada uno el suyo y emprendimos la marcha hacia la
costa del río Paraná. A mitad del camino deberíamos encontrar al joven Piñeyro,
dueño de la embarcación preparada de antemano. ¿Cuál fue nuestra decepción al
ver que este joven no aparecía en el trayecto?
Al oscurecer,
Aldao y Villarino fueron a reconocer la costa y averiguar en qué punto se
encontraba la lancha.
Mientras éstos
expedicionaban arranchábamos en el patio de un almacén de unos catalanes, y lo
mismo que los colonos nos dijeron que no nos podían alojar por no tener dónde
hacerlo. Hicimos una frugal comida al resplandor de la luna y de las estrellas,
y con nuestros recados por cama, esperamos tranquilamente el regreso de Aldao y
Villarino.
Estos llegaron
alas 11 p.m. dándonos la agradable noticia de que la embarcación estaba en el
punto convenido y que no había más que dirigirse a ella.
Después de
ensillar, tomábamos el rumbo designado. Serían las 12 p.m. cuando atravesábamos
el pueblito "Villa Constitución".
En este punto nos
detuvo la policía, tomándonos por matreros.
Los policianos
eran en número de cuatro, armados de carabina y un Teniente, entablándose el
siguiente diálogo entre éste y el que estas líneas escribe, que marchaba a
vanguardia:
T—¿Qué andan
matrereando? Ya los he visto pasar y ahora van a marchar para la comisaría.
E—Yo soy peón
de la estancia de Villarino, y el patrón viene más trás (haciendo alusión
al joven Villarino).
A los pocos
instantes llegan mis acompañantes que habían quedado un poco atrás, y el
Teniente dirigiéndose al bulto dice: ¿Quién es el que manda esta gente?
A esta pregunta
avanza Villarino y dice que es él, y que va de paso para San Nicolás a comprar
hacienda. Entonces, replica el Teniente: Tiene que marchar conmigo, allá
dará las explicaciones que quiera. Tuvieron un momento de discusión,
resolviéndose Villarino marchar con el Teniente, mientras éste daba la orden a
los milicos de vigilarnos.
El primer impulso
nuestro fue el de hacer resistencia a estos individuos, pero reflexionando,
veíamos que la empresa se comprometía, pues aseguró Aldao que todo saldría
bien.
A poco rato
regresó el Teniente y nos dio la orden de seguirlo, lo que hicimos sin oponer
resistencia.
En presencia del
sub-comisario, nos despojaron de las armas y de los ponchos, y empezó el
interrogatorio por el mayor Vigo; el que dio un nombre supuesto. Aldao preguntó
por el comisario y pidió hablar con él; se le contestó que estaba acostado,
pero que pasara a la pieza inmediata.
En presencia del
comisario ¿cuál no fue su alegría al saber que había sido su condiscípulo, y
por consiguiente una antigua relación? De la conferencia resultó nuestra
libertad.
Entonces Aldao
explicó a Cepeda que extrañaba le hubieran confundido los peones con matreros,
contestando éste último que como el Teniente era nuevo en el oficio, únicamente
un error, podía haberle hecho cometer semejante disparate, y ordenó se nos
pusiera inmediatamente en libertad.
Antes de esto
nosotros ya ocupábamos departamento de la comisaría. El Mayor Vigo tenía un
centinela de vista en el patio de la cárcel, al Capitán Valotta lo habían
encerrado en la cocina, y el que suscribe un calabozo lleno de criminales,
suscitándose el siguiente diálogo:
Matrero C—¿Qué
ha hecho compañero, que me lo han arriado para acá? ¡Pucha que anda fuerte la
policía, hoy han prendido a unos cuantos!
E—¿Qué de haber
hecho? Nada, ahora nomás me han de poner en libertad.
No había concluido
de decir esto cuando oí el rechinar de la puerta, y el cabo o el sargento, no
sé a punto fijo lo que era, me dijo: Puede salir nomás, amigo, ahí están sus
compañeros hablando en la oficina.
Salí del encierro
y me encontré en el despacho del comisario, a Aldao, Vigo y Valotta que
conversaban amistosamente con él.
Cuando nos
entregaban las armas y los ponchos, Aldao me dijo en voz baja que estábamos
libres.
Volvimos a
resucitar, pues no nos cabía duda de que si hubieran sabido quiénes éramos,
seguramente el General Campos, sin tener el gusto de conocernos personalmente,
no nos hubiera perdonado, porque según los rumores la orden que había era la de
fusilarnos sobre el tambor en cualquier parte que se nos encontrara.
El comisario nos
facilitó un soldado para que nos señalara el camino que va a San Nicolás. Al
mismo tiempo Aldao lo invitó a almorzar al día siguiente en ese punto para
despistar cualquier sospecha.
A las cuantas
cuadras despedíamos al soldado con una propina y en vez de tomar el camino
indicado, saltando alambrados y cruzando trigales, pudimos llegar a las costa y
no tardamos en vislumbrar una lucecita izada al tope del palo de nuestra
embarcación.
A bordo ya y
despedidos de Villarino y el baqueano a los cuales agradecimos sus valiosos
servicios, zafamos las amarras y un viento favorable muy pronto nos hizo ver en
lontananza a Villa Constitución.
Parecía que la
suerte nos favorecía, el viento no cesó en toda la noche y la embarcación
navegaba a una regular velocidad. Al día siguiente, 23 de octubre, serían las
10 p.m., ya teníamos por estribor a San Pedro. Siguió la navegación todo ese
día sin novedad con viento fresco. A la puesta del sol no encontrábamos en el
Paraná de las Palmas, envolviéndonos una niebla, que no nos abandonó en toda la
noche.
Empezaron las
bordejeadas encontrando en ese trayecto infinidad de buques a vapor y a vela,
poniéndonos en guardia un buque que navegaba a nuestro costado y en la misma
dirección, el que aprovechando los claros que dejaba la niebla avanzaba, y
fondeaba, cuando ésta se hacía sumamente densa. Y para colmo su construcción
era idéntica a la del "Azopardo". Lo primero que supusimos fue, que
este buque seguía el nuestro camino para cerciorarse si nuestra intención era
pasar a la costa oriental.
Todo esto fue
disipado al venir la madrugada; el vapor levó anclas y siguió su camino aguas
abajo, nosotros libres ya de nuestro incómodo acompañante navegábamos
libremente por el río Paraná.
A las 10 a.m. del
24 enfrentábamos la embocadura de un riacho que se llama Bravo. Por este riacho
navegamos por espacio de cinco horas, encontrándonos a las 3 p.m. en pleno río
Uruguay, y ya podíamos ver a simple vista a Palmira que se destacaba con toda
nitidez sobre la costa oriental.
A las 4 p.m. una
chalana nos condujo a tierra y pocos momentos después entrábamos al pueblo a
donde tuvimos la oportunidad de conocer al Mayor Carámbula, comisario de ese
punto y al Capitán del Puerto, quienes nos trataron amablemente.
Inmediatamente
empezaron nuestras investigaciones, para saber cuál sería el mejor medio de
llegar al Carmelo. Hubo una pequeña deliberación y optamos por trasladarnos por
agua.
Al día siguiente
(25 de octubre) serían las 8 a.m. y ya una balandra aparejada nos esperaba en
el muelle. Embarcamos y a las 3 p.m. atracábamos en Carmelo. A las 6 p.m.
salíamos en una diligencia con tres caballos en dirección al "Rosario
Oriental", llegando a este pueblo a las 3 p.m. del día 26. En este punto
nos esperaba otra diligencia con la que salimos a las cinco de la tarde,
llegando a San José a las once de la noche, alojándonos en el hotel. Al día
siguiente, el 27 a las 7 a.m., tomábamos el tren que debía conducirnos a
Montevideo.
Llegamos a esta
ciudad a las 11 de la mañana, yendo al Hotel de París, donde se encontraban
nuestros amigos y compañeros de emigración, Mayor Guerrero, Alférez de Navío
Ibarra, Alférez de Fragata Borges.
Y aquí termina
nuestra odisea política que felizmente no ha tenido mayores consecuencias.
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